Hacía frío y la mujer se arrebujó en el chal. Todavía podía pescar a algún rezagado o a uno de ésos que no tienen donde dormir y buscan pasar la noche de la mejor manera posible. Quizá un borracho pesado o un madero y ninguna de las dos cosas le gustaban. Los borrachos se ponían sentimentales y habladores y le solían vomitar encima. En cuanto a los maderos, mejor era no pensarlo. Los maderos no pagaban.
El prejucio racial, junto al prejuicio de clase, eran demasiado para George Orwell. En verano de 1925, pocos meses antes de la finalización de su mandato, pidió regresar al Reino Unido por motivos de salud. En realidad, como apareció escrito en la contraportada de Días en Birmania, "no soportaba tener que meter en prisión a la gente por hacer las mismas cosas que él habría hecho de encontrarse en parecidas circunstancias".
Daria Galateria, Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores
En la oscuridad de mi playa diaria me lanzaste un adiós-boomerang y te tragaste mi sueño sin masticar. La noche ardía en estrellas solitarias y mi vigilia tuvo el sentido de la belleza y el pecado de la fealdad.
En la playa, en la playa.
En la playa me abandonaste a tus ojos moribundos de muñeca en el quinto mes de embarazo. Los galgos corrían en sentido contrario a las pesadillas que engendramos y supiste que el amor tan sólo era una excusa de Freud. En la playa las pupilas ardían en barbacoas entre carne y sexo crudo, las viejas se quejaban de hemorroides, los niños lloraban castillos, las olas escupían exilios.
En playa, en la playa.
En la playa los chicos se emborrachaban de juventud y vomitaban a la noche los restos de un hermoso sueño, quién sabe si mal digerido.